La ecología, la clave

Ilán Semo

07/27/2019

Los grandes relatos apocalípticos de la actualidad entrecruzan invariablemente un momento ecológico: ya sea el calentamiento global o el fin del agua potable o las sequías provocadas por la deforestación, o bien, las versiones microscópicas, como la proliferación de un virus artificial fuera de control o la deshidratación corporal provocada por las microondas de la 5G. Todos estos presagios sobre un desastre próximo se fundan en el principio de que el ser humano ha hecho algo con la naturaleza que pone en peligro de extinción a lo humano mismo. Y éste es el nudo principal de la hipótesis ecológica: no tanto el cuidado de la naturaleza en sí, sino el dilema de que sin este cuidado quien está en peligro son las propias sociedades actuales.

Al respecto existen dos posturas. La primera, digamos la imperante, es que la mano invisible del mercado contiene en sí alertas ecológicas. Si un recurso escasea, se vuelve caro y se pasa a otro; si un nutriente falta, se busca o se produce tecnológicamente otro, y así sucesivamente. Hay ideólogos de las empresas energéticas que hoy afirman, por ejemplo, que el calentamiento global hace más barata la extracción de petróleo en los polos, lo cual beneficia el consumo. Y si las aguas del mar suben, prosperarán las industrias de los diques, como en las ciudades holandesas. El sentimiento actual de infalibilidad tecnológica (la técnica lo puede todo) ha traído consigo un alucinante sentimiento de infalibilidad ecológica.

La otra postura es la de la finitud de las relaciones entre el ser humano y la naturaleza: existe un límite que, una vez transgredido, la catástrofe resulta inevitable.

Sea como sea, lo evidente es que hay algo en el mecanismo de reproducción del capital que siempre resulta ciego frente a la condición ecológica. La razón es sencilla: desde su perspectiva, la naturaleza se presenta siempre, en última instancia, como la posibilidad de un valor de uso absoluto. Una planta de maíz arrancada de la tierra representa un valor de cambio. Por eso se planta la siguiente semilla. Para la semilla transgénica, en cambio, la tierra no intercambia nada a cambio de su uso. Es una especie de caja negra, un cadáver, si se quiere. Lo lógico: la única vaca que vale es la vaca muerta (de lo contrario, seríamos todos brahmanes). Sin embargo, está lógica puede llegar a adquirir dimensiones alucinantes.

Un ejemplo. Se olvida con frecuencia que los campos de concentración alemanes en la Segunda Guerra Mundial tenían una finalidad económica: producir trabajo muerto. Los internos, como se les llamaba a los prisioneros, trabajaban a cambio de lo mínimo. Un par de suecos usados por otros tantos exterminados, un mendrugo de pan y sopa al día, la vestimenta mínima. Cuando ya no podían trabajar, se les llevaba al horno crematorio. Cero salario, cero intercambio de valor. Ni siquiera representaban trabajo esclavo. En el siglo XVIII, los esclavos costaban una cantidad de dinero y existían casas de bolsa con acciones de las compañías que los negociaban. Esto ya no sucedió ni en Buchenwald ni en Auschwitz.

Hasta aquí los dilemas del valor y la naturaleza en el capitalismo en su frontera límite, la cual alcanza mil formas a diario. Sin embargo, mientras no existan alternativas al capitalismo –más que las igualmente catastróficas que impuso el stalinismo– algo hay que hacer.

En el caso mexicano, la crisis ecológica actual presenta dos renglones visibles y ostensibles: los dispositivos energéticos y la catástrofe de los usos de la tierra (el subsuelo incluido). La primera es responsable de la gravísima contaminación urbana. El uso indiscriminado de gasolina y gas butano ha convertido a nuestra urbes en auténticas cámaras de gas. ¿Qué hacer? Lo ideal sería una ciudad de transeúntes, bicicletas y transporte público eléctrico. Eso no va a suceder pronto. ¿Entonces?

Recientemente, el gobierno de la Ciudad de México dio un primer y escuálido paso en la dirección posible. Dotar sólo a los automóviles híbridos y eléctricos de una tarjeta de verificación cero. ¿Qué pasaría si ese principio se extiende a todos los vehículos de nuestras ciudades? Por ejemplo, una ley que prevea el cambio a autos híbridos o eléctricos, digamos en un plazo de siete años. Está a punto de suceder en Europa y otras partes del mundo. A partir de 2023 Mercedes Benz y BMW dejarán de producir unidades de combustión interna. ¿Por qué no dar en México el paso de una vez? Se requerirían de 7 a 9 millones de unidades que se podrían producir en México. Es más, en esos siete años sólo se podrían adquirir vehículos eléctricos producidos en México. Tan sólo este rubro aportaría 1.5 por ciento de crecimiento a la economía en general. Cierto, las compañías automotrices serían las beneficiarias, pero también el aire de las ciudades. Los autos no se van a ir tan pronto. El problema es cuáles usamos.

Lo mismo se podría hacer con el consumo eléctrico residencial. Existen 34 millones de viviendas en el país. Supongamos que 35 por ciento de ellas pasara a consumir energía solar con celdas producidas en el país. Otro tanto asegurado para el crecimiento con menos detrimento ecológico.

Como sea, es preciso, en términos locales, pasar urgentemente a soluciones ecológicas al tema del crecimiento.