No sólo de pan... (3a.parte) (Aquí las dos primeras partes)

Yuriria Iturriaga

10/14/2018

En estas páginas, el pasado 13, Gustavo Esteva escribió muchas ideas atendibles: abrigar esperanzas es hacer cosas que tienen sentido, no cultivar expectativas, “La esperanza es la esencia de los movimientos populares (…) porque la gente (…) confía en que su acción producirá el resultado que busca”. Ideas que me permiten insistir: una institución que resuelva algunas expectativas no es igual a una que reconozca, proteja y encauce respetuosamente las reivindicaciones seculares de supervivencia material y cultural, que la colonia y el neocolonialismo pisotearon pero no destruyeron. Pues, eso que ahora llaman resiliencia (término de las ciencias naturales) y que prefiero llamar resistencia por la connotación humana de acción consciente y voluntaria, es lo que el pueblo mexicano manifestó al votar por AMLO y que debe saber leerse so pena de fallarle dolorosamente.

Por ello insisto: una institución acorde con el neoliberalismo que, en el tablero económico político actual es necesaria para la producción-exportación-ingreso de divisas, en la lógica del mercado internacional (Sagarpa) es lo opuesto a una institución creada para reponer el daño histórico hecho al pueblo productor de alimentos y herbolaria para la salud. Imponer al campesinado tecnologías supuestamente más eficaces y condicionar capitales es contrario a la preservación de saberes ancestrales, que durante milenios probaron una eficacia que ni siquiera por la fuerza se han podido aniquilar.

Pero la cuarta transformación puede ir a fondo para enderezar el rumbo torcido del colonialismo, en cuanto a la autosuficiencia alimentaria con abastecimiento del mercado interno y sin imposición de tecnologías suicidas, reconociendo el valor de los conocimientos del pueblo al garantizarle las premisas para la producción de alimentos, como son la tenencia social de la tierra, el acceso a recursos materiales, financieros y legales, y los medios para la conservación y distribución de los productos.

La producción neoliberal de mercancías y la de alimentos que garanticen el derecho a la vida de todos representan un contrasentido, pero confiemos en que el nuevo gobierno tenga la visión y sabiduría para hacerlos convivir, dando así un paso hacia la auténtica modernidad. En lo que la humanidad encuentra su futuro antineoliberal.

http://www.jornada.com.mx/2018/08/19/opinion/a04o1cul

De información, comprensión y lucha

Los miedos alimentarios siempre han acompañado a los seres humanos, porque la alimentación humana no es sólo lo que viabiliza la vida, sino lo que construye la cultura. Pues, más allá de la determinación geográfica de los alimentos, la experiencia repetida en su obtención produce en el imaginario conceptos distintos para un mismo medio natural. Así, los pueblos construyen ideas sobre lo que es propio para ingerirse y lo que degrada a quien lo ingiere, calificando a otros pueblos por lo que comen, en una escala de aprecio o de desprecio. Si los jitomates no pueden ser ingeridos entre la casta brahmánica hindú por el color, que recuerda la sangre, los jainitas no comen seres vivos con sistema nervioso, como los animales, y, de las plantas, sólo comen lo que no afecte su posibilidad de renovarse. Sin hacer hincapié en las prohibiciones alimentarias de los judíos y musulmanes, podemos evocar las fobias de comunidades enteras hacia los hongos a causa de su crecimiento en la sombra y la humedad, o hacia las texturas blandas de los cartílagos y las vísceras, o hacia los aromas de ciertas frutas y especias… Si los huitlacoches estremecen de horror a los europeos por el negro de los granos de elote parasitados por el muy comestible Ustilago maydis, en cambio sabemos que el hongo Claviceps purpurea del centeno y otros cereales vitales produjeron locura, muerte y hambrunas en ese continente. Más recientemente, recordemos las conservas y el miedo al botulismo. O las fechas de empaque y caducidad obligatorias en el etiquetado de productos para tranquilidad del consumidor, aunque al terminar las dos grandes guerras del siglo XX los europeos devoraban el contenido de latas oxidadas de mermeladas y patés.

El miedo alimentario del siglo XXI son los transgénicos. Los argumentos nos bombardean, pero no se trata de elegir entre pros y contras, sino de adoptar el principio de duda y precaución, no necesariamente sobre los avances científicos relacionados con los descubrimientos del ADN y sus cadenas de genes que el ingenio humano ha llegado a manipular, sino sobre el concepto de competitividad agrícola entre países del neoliberalismo, cuyo discurso sobre la inocuidad de los OGM corresponde al hecho de que en este sistema no se producen alimentos sino mercancías y lo que importa es la productividad. Así sea a costa de la desaparición de cadenas alimenticias con consecuencias impredecibles para la naturaleza, o la desaparición de la diversidad botánica que siempre y por algo existió. ¡No importa obtener más mercancías por área cultivada, volvamos a obtener mayor diversidad de productos por m2! ¡Fuera el maldito glifosato cancerígeno que, con la anuencia de los gobiernos, engrosan el capital.

https://www.jornada.com.mx/2018/09/02/opinion/a04o1cul

De información, comprensión y lucha

Continúo mi entrega anterior explicando por qué escribí que el hambre es un invento humano como la guerra. El antropólogo físico Santiago Genovés realizó para los Juegos Olímpicos de 1968 el documental Pax, donde demuestra que la guerra es un invento de los hombres. Siguiendo su razonamiento, podemos decir que los humanos, siendo naturalmente parte de la cadena alimenticia, debido a nuestra capacidad única de imaginar, nombrar y conjurar la muerte, rompimos desde tiempos remotos dicha cadena, retirando púdicamente los cuerpos de nuestros semejantes fallecidos, de su reciclaje natural en nuevas formas de vida, mismas que a su vez se transformaban en nutrientes que serían aprovechados por generaciones sucesivas. Nada desaparece, todo se transforma, solía decirse con la esperanza de devenir algo mejor, pero en la realidad los inventos humanos comenzaron a ir en sentido contrario a la naturaleza, diseñados para una vida útil corta pero resistentes a la degradación y transformación, con lo que enfermaron a nuestro Planeta, es decir a nuestro origen, nuestra posibilidad de ser y nuestro futuro como especie.

La naturaleza perdió su perfecto equilibrio, no cuando hubo y hay movimientos naturales de las capas terrestres o inversión de climas que en distintas latitudes dieron lugar a nuevos territorios y mares, sino cuando los hombres la vieron como a una enemiga que debían domeñar, sacándola de sus leyes y su ámbito. Es decir, cuando algunos hombres negaron a Natura y decidieron verla desde un afuera imposible. Porque ha habido y hay comunidades humanas que vivieron y siguen viviendo en armonía con ella, pueblos que, por cierto, no conocían el hambre. Hasta que llegaron otros que, sintiéndose dioses, creyeron reinventarla y se sorprendieron de sufrir en carne propia las consecuencias de su soberbia e ignorancia sobre la tal Natura. Ejemplos concretos de esto último cubren al menos el milenio pasado, pero para no ir tan lejos, en el siglo anterior, las iniciativas humanas sobre el entorno habían arrojado al hambre, ya en 2010, a mil millones de congéneres.

Quienes inventaron el hambre, y la mantienen celosamente, no aceptan su obra como resultado de haber separado Natura del ser humano, reafirmando el espejismo de su superioridad porque han podido alterar las cadenas alimenticias, la retroalimentación del agua, la salud de la tierra y de los bosques, destruir los policultivos milenarios en África, Asia y América, vivir como parásitos de lo que estos continentes aún producen y darles a cambio chatarra. Son hombres con dudoso derecho a usar este sustantivo cuando afirman que todo es mercancía y creen seriamente que a todo hay que sacarle un beneficio monetario para tener un valor ellos mismos. Mientras nosotros, los espectadores boquiabiertos de siempre, todavía creemos que con sus tecnologías van a erradicar el hambre. ¡Válganos Señor!